net.art: (no)arte, en una zona temporalmente autónoma
José Luis Brea


1936. Walter Benjamin publica "la obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica", el conocido ensayo que, históricamente hablando, inaugura la reflexión sobre las transformaciones que en el universo de la obra de arte se producen por la aparición de nuevas tecnologías de comunicación y difusión del conocimiento artístico. Todavía, sin embargo, se trata de dos mundos, de mundos no mezclados. Para Benjamin, la constelación de la obra y la de su reproducción técnica viven a distancia, no cabe la posibilidad de confundirlas. Una cosa es la obra y otra bien distinta su reproducción.

No obstante, ambos mundos comienzan ya a aproximarse, a acortar distancias, y ello va a conllevar importantes consecuencias para las formas de la experiencia artística. Ese era, como es bien sabido, el objeto de su reflexión sobre la pérdida de aura. En tanto, en efecto, el aura estaba vinculada al "aquí" y "ahora" irrepetibles de la obra, el hecho de que el conocimiento artístico se produjera en buena parte por relación a su reproducción técnica, necesariamente habría de traducirse en una pérdida de aura: o si se quiere, en una minimización de esa distancia que, como objeto de forzado culto, la obra interponía ante los ojos de su espectador. Una distancia que, simultáneamente a la que separa "obra" y "reproducción técnica", ha empezado a desvancerse, ha empezado a convertirse en "distancia cero".

En esa pérdida de distancia y, digamos, amenaza de colisión definitiva entre las constelaciones de la obra y su reproducción, vibra además una tercera: la que separaría todavía a la artística del resto del sistema general de la imagen. En el desbordamiento de la frontera que separaba a la obra de su reproducción se anuncia, en efecto y dicho de otra forma, la posibilidad de una defintiva disolución del existir separado de lo artístico en el seno indiferenciado del sistema general de la imagen. Pero sin duda esta idea despertará fuertes recelos y críticas, así que aplazo su exposición, para más adelante -y vuelvo entonces a mi tesis inicial. La de que lo ocurrido en el tiempo que nos separa de aquel 1936 que pudo ser descrito como "era de la reproductibilidad técnica" conlleva una multiplicada dificultad de distinguir con plena nitidez la obra de su reproducción. Y que explorar esa indistinguibilidad ha sido el motto principal de buena parte del arte más activista y crítico que se ha producido, justamente, en todo este tiempo.

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El papel jugado por la fotografía en este proceso es sin duda absolutamente fundamental. Y ello por una doble razón. Muy pronto se convirtió en el instrumento de reproducción por excelencia, sirviendo de base al desarrollo del catálogo y la revista ilustrada, los medios principales de difusión del conocimiento artístico. Pero a la vez, la propia fotografía se desarrollaría muy pronto como práctica artística ella misma: la posibilidad de colisión y desbordamiento recíproco de obra y reproducción quedaría inmediatamente servida en el campo fotográfico. En tanto es cierto que esa colisión ponía en jaque el mismo existir separado de lo artístico, se entiende bien la reacción de control que con respecto a la fotografía adoptó rápidamente la institución-Arte.

Le aseguró a la fotografía un rango de artisticidad -de segundo nivel, eso sí- a condición de que garantizara la perfecta distinguibilidad entre reproducción y original. El enmarcado aparatoso, la constante interposición de un amplio passe-par-tout, el desarrollo de una cierta pictorialidad, la apergaminada insistencia en la "calidad técnica", el empleo de papeles con textura y luces propias y, sobre todo, el riguroso control de la tirada, constituían el conjunto de dispositivos que en el campo fotográfico fraguaban lo que Derrida llamaría el parergon, el "aldededor de la obra" que aseguraba su consistencia como tal -y permitían claramente diferenciarla de su reproducción. El aura del original -y con ello la tranquilidad de la institución-Arte- quedaba preservada.

Pero por poco tiempo. Todo ese conjunto de dispositivos de garantía, en efecto, valía de bien poco -contra la fuerza desestabilizadora que la propia naturaleza técnica de la fotografía posee. Partiendo de ella, el atentado contra la discernibilidad entre original y reproducción estaba, como digo, servido: está en la propia ontología de la imagen-técnica el darse como multiplicidad irreductible, el no vincular su existir a una unicidad irrepetible, a una singularidad individualizable y única.

En mi opinión, además, el verdadero ingreso de pleno derecho del campo fotográfico en el dominio del arte contemporáneo se produce cuando esta fuerza desestabilizadora y deconstructiva es explotada. No, por tanto, cuando la fotografía reproduce los tics de la pintura -cuando intenta adquirir "aura". Sino, más bien al contrario, cuando pone en juego su propio potencial diferenciado, cuando desarrolla su propio lenguaje a partir de la exploración de su propia y específica virtualidad técnica. No hay nada más cursi y fallido que las pretensiones de la fotografía artística. Sólo cuando la fotografía explota su potencial antiartístico -comienza a escribir páginas que merecen dignamente considerarse en la historia del arte contemporáneo. Y ello por una razón evidente. Esa historia del arte contemporáneo no es otra que la del cuestionamiento de su propia tradición.

Si ello puede legítimamente decirse de toda la tradición contemporánea del arte, me parece que lo mismo es obligado repetir a propósito de la fotografía: únicamente habría ingresado de pleno derecho en la historia de la vanguardia en tanto cuestionando su propia condición artística. Al decir de Jeff Wall, esto no ocurre sino ya con la generación conceptual de los años sesenta. Cito sus propias palabras:

"Para la generación de los sesenta, la fotografía artística permanecía demasiado enraizada en las tradiciones pictóricas del arte moderno. Vivía una existencia marginal, de una serenidad irritante, que la mantenía a distancia del drama intelectual del vanguardismo, al tiempo que reivindicaba un lugar destacado, o incluso definitivo, dentro de éste. Los artistas más jóvenes querían alterar este orden, desarraigar y radicalizar el medio, y así lo hicieron, mediante el recurso más sofisticado que tenían a su alcance: la autocrítica del arte asociada a la tradición vanguardista. Su enfoque insinuaba que la fotografía todavía no se había convertido en vanguardia (...). Todavía no había llevado a cabo el autoderrocamiento o deconstrucción que las otras artes habían establecido como algo fundamental para su desarrollo y su amor propio".

Es bien conocido cómo los artistas de esa generación realizan su intento de "desarraigar y radicalizar el medio": por un lado, y en una aproximación al fotodocumendalismo y la fotografía sin pretensiones de artisticidad específica, se sirven de ella como documento -de sus propios comportamientos, acciones, "señalizaciones", etc, pero también del propio dominio de lo social, del orden de la vida cotidiana. Por otro lado, exploran las virtualidades de un medio técnico que, con su desarrollo industrial en la segunda mitad de siglo, pone la capacidad de producción de imágenes al alcance de cualquier persona. La disolución del existir separado de lo artístico que niega el privilegio de la condición de artista a sujetos específicos, para pregonarla del total de la humanidad -según la célebre consigna beuysiana-, encuentra en el slogan de la Kodak en los 60 un inesperado refuerzo. "Tu aprieta el botón, nosotros hacemos el resto". No es sólo que los jóvenes artistas de esos años imitaban en sus trabajos documentalistas el amateurismo de las fotografías instantáneas -ironizando contra el tic de la artistización de la fotografía que hasta entonces había reproducido sin sentido crítico los criterios del "arte culto", de la "técnica" y la calidad. Más allá de ello, se invitaba a escrutar los potenciales de la negación de la autoría, de la artisticidad. Como el propio Godard decía: "Kodak hace el 90 %".

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Pero no es el objeto de esta reflexión reconstruir -ni siquiera parcialmente- ninguna historia de la fotografía -sino únicamente situar su importancia para entender la interrogación que en el contexto de nuestra "era de la imagen técnica", le concierne hoy específicamente al arte. Desde esa perspectiva, me gustaría proponer algunos ejemplos en los que la colisión entre obra y reproducción ha sido un objetivo crítico perseguido por los propios artistas -como precisamente un modo de atentar contra la estabilidad aurática de la obra producida. El primero es el de los proyectos para páginas de revista. Lo crucial en ellos, para lo que aquí nos interesa, es el hecho de que no hay diferencia entre la obra y su reproducción. La obra está pensada y producida para darse "en" la revista. Las páginas de revista no "documentan" acerca de la obra: son la propia obra.

Un segundo ejemplo: trabajos como los de Hamish Fulton o Richard Long. En este caso, lo que puede verse es -en principio- documentación acerca de un recorrido. En realidad, se supone que la obra es el propio recorrido -incluso el acto mental de pensarlo. La fotografía tiene una mera misión indiciaria, ilustrativa con respecto a la actividad a que se refiere. Desde luego, es la fotografía lo que se comercializa -y todos los dispositivos de control son re-producidos alrededor de ella para asegurar la estabilidad aurática y mercantil. Pero siempre será una insensatez tomar cualquier copia en particular, por más que lleve la firma del artista, como "la obra" -rechazando cualquier otra reproducción. Y ello toda vez que incluso esa firmada no tiene otra misión que documentar sobre una acción y una experiencia. Al respecto, no hay pérdida alguna de "cantidad de información" entre el supuesto original constituido por la copia controlada por la firma del artista y cualquier otra reproducción.

El tercer ejemplo remite a todo un ámbito, a casi un género: el del video utilizado como documentación de una acción, de una performance. En toda la videoperformance, en efecto, vuelve a producirse colisión entre el original, su documento y la reproducción de éste. Si estuvieramos frente a una copia de una videoperformance, podríamos preguntarnos si nos hallábamos en presencia del original o sólo de un documento sobre tal original. ¿Es la performance el original en sí misma, como acontecimiento irrepetible, o más bien lo es el video que la documenta?

Justamente este tomar al documento por la obra, barriendo definitivamente la distancia entre uno y otra, es el fundamento del fotoconceptualismo que, como recuperación de muchas de las problemáticas de la tradición conceptual, surge en los años 80 y se desarrolla hasta dar origen a toda la nueva fotografía narrativa, cinematografizada. Propongo como ejemplo concreto esta vez el de Jeff Wall, sin duda la figura central para entender todo el afloramiento en los últimos años de una problematización específica del trabajo narrativo en el ámbito de la imagen técnica.

Como penúltimo escalón de esta tradición crítica de "usurpación" por la obra de su dispositivo de reproducción y difusión pública, mencionaría el video-activismo de los setenta, vinculado al proyecto teórico de la Internacional situacionista, para el que de nuevo la accesibilidad a una cámara permitiría restituir, al menos potencialmente, el sueño de "todo hombre artista".

Finalmente, y para terminar con la serie, mencionaré ahora el tipo de práctica comunicativo-creadora en la que a partir de este momento quiero centrarme, como práctica específicamente crítica surgida con todo su potencial en el momento preciso en el que la "era de la imagen técnica" ha llegado a su consagración histórica. Me refiero al net.art, al arte realizado "en" y para la red.

Tomemos como ejemplo de obra de "net.art" una obra de jodi. Obviamente, sería insensato ya por completo preguntarnos si lo que vemos en pantalla es la obra o su reproducción: la obra "está" exactamente en el lugar de su distribución, en nuestra pantalla de ordenador -y en el caché de su memoria- en el momento mismo en que la vemos. Podemos además guardarla en el disco duro, con lo que tendríamos una copia exacta de todos los ficheros que la componen. A partir de ello, podríamos igualmente verla desde nuestro propio disco. La pregunta es: ¿tiene sentido entonces seguirse preguntando por la distancia entre original y copia? ¿no ha quedado aquí ya barrida toda distancia entre ellos?

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La primera cuestión que surge a propósito del net.art es, entonces, la de su efectiva condición de "arte", condición que no se le concede a priori y de antemano. Tanto por razones de forma, como por razones de pura sociología del valor cultural, esa pregunta no es espúria. Son muchos los artistas que consideran que el medio es inadecuado para la producción de nuevas formas genuinas de arte, y que no se trataría sino de un mero soporte adecuado para la "reproducción" y "difusión", para la mera "información". La proximidad de su emergencia al desarrollo del "diseño" gráfico en pantalla y el hecho de que en su gran mayoría los nuevos net.artistas procedan de ese campo hace que, efectivamente, esta primera duda tenga su fundamento.

Si a ello se añade la dificultad de su inscripción en los dispositivos sociales, públicos, que articulan la fijación de su "valor" -es decir, tanto el mercado como la institución museística y crítica- la puesta en duda del genuino valor "artístico" de las prácticas comunicativas desarrolladas en la red parece encontrar sólido fundamento. Siendo algo que no puede venderse ni almacenarse, y ni siquiera visitarse o contemplarse de la forma en que todo aquello que hasta ahora llamábamos arte es vendible, museable y contemplable, entonces parece que hablar de arte a propósito de unas paginitas que pueden aparecer en la pantalla de cualquier ordenador doméstico -puede resultar impropio. Tanto más, cuanto que el valor estético de dichas páginas parece en principio poder asimilarse a la calidad de sus hallazgos técnicos o formales.

Creo que esta es una manera falaz de plantear el problema, y que el net.art debe huir de caer en la trampa que ella introduce. Responder a ella frontalmente o en tono reivindicativo -recordando por ejemplo que ya ciertas instituciones museísticas han empezado a acoger las prácticas del net.art, e incluso a coleccionar obra- es siempre caer en la trampa que desde el futuro le tiende a una forma que todavía hoy habita una "zona temporalmente autónoma" su previsiblemente futura institucionalización. Es como dejarse encerrar en la isla de la doble negación: si eres arte entonces no eres antiarte, si no eres antiarte entonces no eres arte.

Lejos de pensar desde ella, lejos de pensar desde la pretensión del "reconocimiento", o del querer ser apreciada como forma artística, es preciso entonces explorar antes todo el potencial crítico y de cuestionamiento que sobre la misma noción de arte posee el desarrollo de una práctica que, afortunadamente y todavía, se ejerce en los márgenes de lo artístico. Ese potencial reside no en su capacidad de producir hallazgos formales o virtuosismos técnicos. Sino precisamente en su capacidad de cuestionar el mismo existir separado de lo artístico en las sociedades actuales, en su capacidad de generar lo que los situacionistas describían como procesos de comunicación directa; en su potencial, en definitiva, para habitar y habilitar zonas temporalmente autónomas, inasequibles -cuando menos por ahora- a su absorción por el orden institucional.

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A la hora de precisar en qué sentido hablo del net.art como habitando, y a la vez habilitando, una zona temporalmente autónoma, me gustaría analizar su especificidad diferencial a la luz de dos consideraciones básicas -una relativa a su especificidad formal, la otra a su modo de poder darse en lo público, a su modo de difundirse. Ambas consideraciones, además, habrán de hacerse teniendo en cuenta un contexto propio y epocal, la circunstancia distintiva, social e históricamente hablando, en que este fenómeno se produce.

Por lo que a este último se refiere, creo que ese contexto de consideración obligada es el que viene recientemente siendo descrito como proceso generalizado de estetización del mundo en las sociedades actuales. Para no flotar en abstracciones difusas, me apresuraré a concretar que ese fenómeno de estetización del mundo viene provocado por el proceso de expansión en las sociedades actuales de las tecnologías de comunicación y el consiguiente condicionamiento de los modos de la experiencia por el media audiovisual y representa, por un lado, la estetización exhaustiva del sistema de los objetos, y por otro la estetización misma de los modos de la experiencia, una estetización difusa y generalizada de las formas del conocer mismo, al decir de pensadores como Vattimo o Bubner.

Esta estetización generalizada tanto del sistema de los objetos como de los modos de la experiencia tiene una consecuencia inmediata e inevitable sobre el universo de lo propiamente artístico: el desvanecimiento de su sentido específico. Si en efecto -y subrayo el carácter hipotético con el que hago esta afirmación- consideraramos cumplido ese proceso de estetización generalizada tanto del sistema de los objetos como de las formas de la experiencia, entonces cabría afirmar la definitiva pérdida de sentido del existir separado de lo artístico en las sociedades actuales. Dándose la totalidad de la experiencia bajo la prefiguración de una forma estetizada, qué especificidad diferencial le estaría reservada a una experiencia propia y carácterística de lo artístico. De la misma forma, qué carácter diferencial le restaría reservado al objeto artístico como tal -frente al resto de un sistema de los objetos profusa y profundamente estetizado. O dicho de otra forma, qué fundamento de necesidad diferencial le restaría, en las sociedades actuales, a la constelación de la obra producida.

Puesto que no pretendo explotar la tensión dramática que comporta la proclamación, aunque sea hipotética, de una nueva "muerte del arte" por estetización del mundo y la experiencia en las sociedades actuales, me apresuraré a proponer una sugerencia, una tentativa de respuesta. Será en su marco donde me parecerá oportuno reflexionar, precisamente, sobre el sentido de la aparición del net.art -como zona autónoma- en las sociedades actuales. Si en efecto se produce una pérdida de sentido y especificidad diferencial de la experiencia de lo artístico -y de la constelación de la obra producida frente al resto del sistema de los objetos-, donde a las prácticas artísticas les será dado retener una función propia habrá de ser precisamente frente a la decisión del signo -alienador o revolucionario- que ese proceso de transformación radical de las formas de la experiencia conlleve a la postre. Para entender esto ha de recordarse que en efecto la figura de la muerte del arte ha orientado programáticamente el desarrollo de toda la práctica artística de la vanguardia de este siglo concebida como crítica radical inmanente o autocuestionamiento del propio existir separado de lo artístico. Que esa disolución suponga una intensificación de las formas de la experiencia -o la pura consagración del dominio del espectáculo y la mediación absolutizada de la experiencia por la representación, es justamente lo que está en juego.

Dicho de otra manera: la función que frente al proceso de estetización del mundo le resta al arte es inevitablemente política, y no puede en ningún caso resolverse en los términos de un resistirse reaccionario a su desvanecerse. Sino más bien en un contribuir a que el signo de ese desvanecimiento, de esa desaparición de su existir separado, se produzca no en los términos de una disolución en el seno de las industrias del entretenimiento y el espectáculo, sino en los de una intensificación consciente de los modos de la experiencia, de las formas de articulación crítica de la vida cotidiana.

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Por lo que se refiere a su especificidad formal, me gustaría señalar ahora los que considero rasgos característicos del naciente net.art -precisamente aquellos que le dotan de un tremendo potencial específico para permitir esta producción de una zona temporalmente autónoma.

No destacaré los rasgos que es más habitual señalar -tales como la interactividad, la anomia y la anonimia, la propensión a la producción colectiva y el cuestionamiento global de la autoría, la ajerarquización de su circular público y ni siquiera el carácter virtual/inmaterial. Los que voy a destacar tienen que ver sobre todo con la transformación del estatuto ontológico de la representación, de la imagen, en las sociedades contemporáneas. Desde ese punto de vista, destacaré de entrada que el net.art me parece capaz de usufructuar y aglutinar las herencias críticas de toda la constelación de la imagen técnica -empezando por la fotografía, para seguir por cine y video y terminar con el computer art y el arte multimedia. Como tal heredero del conjunto de potenciales críticos de esa amplia familia de la imagen técnica, señalaré tres grandes rasgos, en los que entiendo se cifra todo su potencial crítico. Estos tres rasgos son:

1, su inorganicidad implícita, no necesariamente evidenciada;

2, su carácter escritural, deconstructivo;

y 3, el dimensionamiento temporal de su espacio significante.

Muy brevemente, expondré cómo considero estos 3 rasgos.

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El primero, que he descrito como inorganicidad implícita, se refiere al carácter de fragmentación compuesta que presenta su apariencia formal, su inmediatez significante. Si en el orden clásico la representación es pensada como totalidad homogénea y unívoca, en un orden de completud cerrada y armónica, en cambio lo característico de la vanguardias es el trabajo de fragmentación inorgánica de la superficie significante, ese "trabajo" de dispersión del detalle que se evidencia en todas las técnicas de corte y recomposición propias de la vanguardia -desde el collage o la fragmentación cubista al fotomontaje o la diseminación de los efectos significantes propia de la instalación.

Lo característico de la imagen técnica es que mantiene esa tensión irresuelta de la composición fragmentaria, pero ya no se obliga a dejar testimonio de la condición inorgánica de la composición. La imagen técnica es inorgánica, fragmentaria, conoce su condición de "construida", es un producto de, por así decir, "cosido de fragmentos" -como lo era la forma vanguardista. Sin embargo, puede no sólo no poner ningún empeño en evidenciar esa condición de fragmentación inorgánica (como imponía el canon vanguardista) sino incluso presentarse con una apariencia plenamente resuelta de organicidad, de completud. Si tomamos como ejemplo de este tipo de producciones de la imagen técnica una de las recientes obras de Jeff Wall producidas por ordenador, sabemos que se trata de un collage, es decir que la apariencia mostrada es el resultado de un trabajo de "pegado" de una gran diversidad de detalles que pertenecen a distintos lugares y tiempos. La diferencia es que, al contrario que la imagen vanguardista, la imagen técnica no necesita evidenciar sus "costuras", sino que se presenta con apariencia de organicidad, de totalidad cerrada. Lo importante es en ningún caso olvidar que ese carácter de construida, de compuesta por la yuxtaposición de fragmentos, está a la base de su producción. En el caso de cualquier imagen de net.art, este carácter de construido es evidente -difícilmente podría hacerse una página con un elemento único- pero el carácter de inorganicidad, de descomposición fragmentaria, no necesariamente debe cumplimentarse como un gesto requerido. Justamente al contrario, la obra de net.art reclama ser leída como totalidad, como "unidad de significancia".

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Segundo rasgo. El que he llamado de escrituralidad deconstructiva. En el ámbito de la imagen técnica, y muy en particular en el del net.art, se produce la colisión de las economías de la imagen y el texto, debiendo leerse las imágenes como si de escrituras jeroglíficas se trataran -la clásica función del icono- y a la vez los textos son en sí mismos tratados como imágenes, como acontecimientos visuales. Esta colisión de visualidad y texto es característica de todas las economías alegóricas y barrocas de la representación, y si en lo formal se presenta como un entrelazamiento y una cierta indistinción entre uno y otro registro, lo fundamental que en ello sucede tiene que ver con el régimen de significancia que esa economía alegórica instaura. Un régimen que resiste a toda convención de estabilidad y fijeza de los significados.

Frente a las presuposiciones de estabilidad del sentido que operan en un orden de verbalidad, el régimen que se establece bajo una economía alegórica de la representación da al contrario por sentada la apertura e inacabamiento de los procesos de significación, que no se entregan como plenamente cumplidos en el signo, sino que han de completarse en el aplazamiento interpretativo de un proceso inacabable de lectura. El significado, en efecto, es el producto de un proceso de puesta en relación de cada signo en su sintagma con todos los siguientes que configuran un orden del discurso, un paradigma. La lectura de un signo bajo esa economía de la representación nunca es inmediato y simple, sino que depende de los entrecruces que cada signo establezca con otros, de su deriva lectora y su interacción textual.

Ese carácter intertextual de los procesos de producción de la significancia -que operan deconstructivamente poniendo en cuestión cualesquiera pretensiones de estabilidad de las economías del sentido- es todavía más evidente en el universo del web, regido por el signo del link, del hiperenlace. Ninguna obra o página es tanto en sí misma como en la deriva intertextual -en el hiperenlace- que es capaz de establecer. El valor del signo es su valor de deriva, digamos.

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Ya en ello el signo -y entramos en el tercero de los rasgos- se abre y expande a una temporalidad interna: la de la lectura. En ese no darse su contenido de significancia de modo inmediato y pleno, sino como apertura a un proceso aplazado de lectura, de interpretación, el signo, en tanto que escritura posterizada, se expande en una temporalidad interna.

En el universo de la imagen técnica, la imagen se da como imagen-tiempo, como imagen-movimiento. Si en el orden clásico de la representación se pretende que el signo sea estático e inmóvil -y esa estaticidad se interpreta como índice de una duración y permanencia de lo por él simbolizado, cifrando en ello su pequeña garantía de eternidad-, en cambio en el universo de la imagen técnica el signo se experimenta como efímero y movedizo, como contingente y en devenir, como acontecimiento él mismo y no ya como pura "representación".

Al contrario que el símbolo clásico, no pretende representar nada duradero o eterno, sino que se hace testimonio de pasajereidad, de lo efímero. A cambio, gana esa temporalidad interna -a la que el signo clásico renunciaba- así esta sea una temporalidad precaria. Merced a ella, la imagen técnica se expande en un tiempo interno que provee un contexto para el desarrollo de un espacio de narratividad. Si el signo clásico era estático y pretendía valer en lo simbólico como eterno, como testimonio de una promesa correspondiente al celebrado desir de durer, el signo característico de la imagen técnica es efímero y temporal, pero se expande en un tiempo interno de relato, se "noveliza", se hace narrativo -y no pretende darse "de una vez", en un tiempo cerrado, único e instantáneo.

Tanto el carácter de inorganicidad implícita como el de escrituralidad se proyectan en esta emergencia de un dimensionamiento narrativo en la propia temporalidad interna de la imagen -que de esa forma se hace imagen-tiempo, imagen-movimiento.

Yo diría que en este conjunto de rasgos se expresa un potencial de profunda novedad en cuanto a la representación -que en el universo de la imagen técnica y el net.art en particular comparece como, a la vez, crítica de las pretensiones de la representación, de la economía simbólica que ella soporta.

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En la experiencia que provee un espacio de la representación que en su dinamicidad interna alberga un tiempo expandido, se abre además la característica que le da al net.art una capacidad inédita para que en su ámbito se cumpla una transformación radical de la experiencia de la imagen, de la representación. Me refiero al hecho de que este dimensionamiento interno de un tiempo de relato se da simultáneamente a una completa y absoluta deslocalización espacial.

Eso implica por un lado que nada de lo que aquí ocurre tiene lugar propio; que el net.art es literalmente "utópico", es justamente "lo que no acontece en lugar alguno" y, al mismo tiempo, lo que se da en una multiplicidad de espacios, ubicuamente. En todos ellos puede darse a la vez, habitando una multiplicidad de lugares y tiempos, siendo ubicuo y multisíncrono, no teniendo a la vez ni espacio ni tiempo propio, ni aquí ni ahora. En ello pierde definitivamente el "aura", siempre ligada a la percepción de una distancia -que se refiere a una localización, a una "remisión de origen", a las coordenadas de un aquí y un ahora determinados. Justamente eso es lo que el net.art pierde de manera definitiva, y las consecuencias de este extravío, que ahora definitivamente sí está en trance de cumplirse, son por completo incalculables.

Por primera vez, puede darse una "obra" en que no es ya que la diferencia entre la "reproducción" y el "original" no sea relevante: sino que la propia obra se da, precisa y exclusivamente, en el soporte de su difusión pública.

En mi opinión, es este último rasgo el que puede determinar un trastorno profundo y radical de las formas contemporáneas de experiencia de lo artístico, toda vez que los instrumentos de institucionalización de la experiencia de la obra están vinculados a la presunción de una diferencia ontológica entre el original y su reproducción. Rebasada esa diferencia, se hace muy difícil mantener las presuposiciones que permiten articular su forma institucionalizada -que, tanto en mercado como en museo, dependen justamente de la posibilidad de establecer esa diferencia ontológica entre el original y su reproducción.

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¿Hacia dónde puede conducir esa transformación, ese desplazamiento? Es difícil decirlo. Conocemos bien la capacidad de absorción que la institución-Arte posee, frente a la tentativa de cuestionarla que cualquier práctica artística desarrolle. El potencial de comunicación no mediada que la red posibilita, y las mismas calidades de la imagen técnica y el net.art, nos hacen en cambio concebir alguna legítima esperanza.

Sin entregarnos a entusiasmos utopistas, pero sin condenarnos a ese escepticismo lúgubre que se anticipa bajo el régimen de "decepción instruida" que el nuevo pensamiento único nos impone, invitaría a mirar este universo con la ilusión de contemplar en él el nacimiento de algo que aflora desde una "zona autónoma", cuando menos temporalmente autónoma. No podemos saber por cuanto tiempo, ni lo que la institución-Arte tardará en absorber sus potenciales. Por ahora, y desde la distancia de la paradoja que le permite proclamarse "arte" justamente en tanto negación de todo el existir separado de lo artístico, afirma los potenciales de una "comunicación directa", accesible sin mediación alguna. Invitaría por tanto a recorrer esta nueva estancia nunca como mero espectador, como si ahora se entrara en nuevas formas de museo o galería -ahora virtuales. Sino más bien como sujetos de conocimiento y experiencia predispuestos a una comunicación directa con otros sujetos de conocimiento y experiencia, ejerciendo en ese intercambio directo y no mediado la crítica del dominio del espectáculo y participando en la transformación de los modos de organización de la vida cotidiana. Procurándonos entre todos instrumentos para, como Debord habría dicho, intervenir y lograr producir una modificación consciente de la vida cotidiana.

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Hace ya tiempo que Heidegger advirtió del fin de la era de la imagen del mundo. Que ese fin represente al mismo tiempo el estallido y la proliferación exponencial de las imágenes técnicas, la era de su multiplicación infinita, la era por excelencia de la imagen técnica, no puede extrañarnos. La imposibilidad de edificar esa imagen global del mundo coincide necesariamente con el tiempo de su fragmentación, de su dispersión, de su reemplazo por un mosaico poliédrico de infinitos planos, de innumerables facetas. Si el arte, en este tiempo, no puede ofrecernos ya un testimonio de representación del mundo, y ni siquiera un asidero seguro para autoconocernos en tanto que humanidad, cuando menos nos ofrece un instrumento para sospechar por qué esa representación es imposible y por qué ese conocernos en tanto que humanidad no puede hablarnos sino del desgarro de un proyecto inalcanzado, todavía inalcanzado.

Para lograr escucharlo, me parece, todavía es necesario recordar que debemos acercarnos al arte auténtico conscientes de que se trata de un terreno en perpetuo desplazamiento, y que tiene como motor de ese desplazamiento la constante autonegación de sí. Como sugería Adorno, "la estética ya no puede contar con el arte como un hecho. Si el arte debe permanecer fiel a su concepto debe convertirse en antiarte o cuando menos desarrollar un sentido de auto-desconfianza".

Cada vez que se abandona ese punto de vista, damos un paso atrás, para consentir con una condición del arte meramente institucionalizada, absorta en su contemporánea forma espectáculo e integrada como un mero apéndice de las industrias del entretenimiento. La resistencia a todo ello nos exige mantenernos en una lógica de autonegación, de autocuestionamiento, desplazarnos en todo momento para atisbar en qué zonas el arte se niega en lo heredado y ya visto, y explora nuevos territorios no sometidos a institucionalización, cuando menos por ahora.

Cito de nuevo a Debord, para terminar: "El arte en su período de desintegración es al mismo tiempo un arte de cambio y una pura expresión de la imposibilidad de ese cambio. Cuanto más presuntuosas sus exigencias, tanto más lejos se encuentra del alcance de su verdadera autorrealización. Es un arte que es de vanguardia por necesidad, y es un arte que no es".

Un no-arte -me permito añadir- que como éste todavía, y por ahora, habita un límite en el que no es, una zona que, cuando menos por ahora, y temporalmente, podemos considerar autónoma.