Algunos pensamientos sueltos acerca de arte y técnica.
José Luis Brea


"Al apagarse las luces del teatro una luz brillante aparece en el lado izquierdo de la pantalla. La pantalla se ilumina.

Ser nadie ... En la pantalla aparece la sombra de una escalera y un soldado incinerado por la explosión de Hiroshima.

Ser todo el mundo ... Muchedumbres, disturbios, pánicos callejeros.

Ser yo ... Una bella muchacha y un atractivo joven se señalan a sí mismos.

Ser tú ... Señalan a la audiencia".

William Burroughs, La revolución electrónica.

Podría decirse que toda técnica es epocal, lleva en la frente escrito el nombre de su tiempo. Pero sería más exacto pensarlo al contrario: que es la técnica la que hace a su época, la que la escribe. La época de los trenes que cruzan Europa, la de la pólvora, la del comediscos, la del sextante, la del teléfono portátil -como en tiempos se dijo la Edad del Hierro o la del Bronce. Son los hallazgos técnicos los que escriben las líneas del tiempo que recorre la historia de la humanidad.

Imaginemos un mundo en que los objetos se hablan entre sí, como si fueran elementos o engranajes de una máquina global. El idioma en que se hablan es la técnica -justamente aquello que se exigen mutuamente de fidelidad a un código de intercambio. La técnica como esperanto del sistema de los objetos.

La tecnología, definitivamente, es el destino.

¿Y cómo podría serlo, si no, el sexo? (Al fin y al cabo, ¿no es también el sexo una tecnología?)

Me gusta pensar la técnica como un lenguaje, como el lenguaje que hablan entre sí los artefactos. Un abridor mordiendo milimétricamente la chapa de una botella de cocacola, el dibujo de una rueda frenada con ABS aferrándose implacable a un nuevo tipo de asfalto desarrollado para las autopistas de alta velocidad, la curva de una microantena que recoge las invisibles ondas que pueblan el aire infinitamente cruzado de una ciudad moderna ... Hay como un juego de concavidades y convexidades constante -estrictamente sexual, desde luego- en el que todos los objetos se arrojan mutualidad. Esa mutualidad del mundo de los artificios, pensada época a época, instante a instante, se llama: técnica.

El pensamiento más intolerable -en relación a la "cuestión de la técnica": imaginarla neutral. Es preciso saberla culpable, juzgarla siempre con implacabilidad. Ella nos trae el mundo que tenemos.

La pregunta es: ¿está en nuestras manos decidir la forma y la estructura que deba adoptar la determinación técnica? Es esto lo que quienes la proclaman neutral pretenden hacernos creer -que la responsabilidad por lo que hagamos que la técnica nos dé como destino estaría en nosotros, y no en su propia dinamicidad. Esto es un engaño: encubre que nosotros mismos, y aún nuestra capacidad de conocer y de querer, somos el resultado de la propia eficacia de la técnica -el yo, como producto de una cierta ingeniería de la conciencia.

El yo, desde luego, es una tecnología. Pero también los universos de la conciencia y la voluntad -soportan la mediación de una tecnología. La construcción lingüística del mundo de los artefactos, la ley que rige el sistema de los objetos, ¿cómo podría no proyectarse y determinar implacablemente la esfera de la conciencia -cuando en realidad ella es justamente la escritura que ésta, por su parte, dispone sobre el mundo real, objetivo?

Es hermoso el empeño heideggeriano en invitarnos a contemplar en la técnica el espectáculo grandioso de nuestro papel en relación con el ser, el de custodiar su desocultación.

Que ese desocultar pueda ser presentado como precisamente el objeto de la técnica -bien entendida, digamos: como poética, como tecné: como un traer al mundo aquello que vibra por aparecer- no debe sin embargo confundirnos. Somos libres de configurar el mundo, y técnica es el nombre de aquello que nos permite -y nos destina- efectuar la forma que queramos decidirle. Pero suponer que disponemos del tiempo abstracto que nos permitiría por un momento habitar otro espacio que el de la propia técnica -y reconducirla así antes a un desocultar poético que a un explotar provocante, es un pensamiento demasiado piadoso, demasiado complaciente y consolador. En esta cuestión, empeñarse en dibujar el horizonte de un happy end resulta, siempre, demasiado insoportablemente "moralista".

Me gusta saborear este pensamiento, en cambio: que no es posible transformación del mundo -que no sea técnica. No hay revolución que no sea técnica. Es impensable no ya un mundo mejor, sino cualquier "otro mundo posible", fuera de la eficacia de la técnica. Sólo el tener el poder de la técnica convierte al hombre en "ser político", capaz de "acción revolucionaria". En el fondo, nunca el pensamiento heideggeriano estuvo tan cerca de la revolucionaria ontología marxista de la mercancía -como cuando profundizó en la naturaleza de la técnica. Lo que eso demuestra: que incluso un profundo reaccionario puede transfigurarse tocado por la imponderable magia de la técnica.

Démosle la vuelta. Si "no hay revolución que no sea técnica", ¿podría también decirse: "no hay hallazgo técnico que no sea revolucionario?"

Probablemente.

No nos equivoquemos, sin embargo. La naturaleza revolucionaria de la técnica no asegura su carácter liberador, su virtualidad emancipatoria. Todo lo contrario: la ambivalencia del hallazgo técnico, determinando simultáneamente siempre una posibilidad emancipatoria y otra despotizadora -es irrevocable. Y, cuidado, eso está bien lejos de presuponerle algún carácter neutral. La neutralidad estaría en un punto medio, ambiguo. Donde se sitúa el carácter ambivalente de la técnica es justo en el punto extremo, allí donde las dos posibilidades se aseguran a la vez -esperanzadora y terriblemente.

Como aseguraba el hermoso poema citado por Heidegger -"allí donde habita el peligro, crece también lo salvador". Por supuesto, él también hablaba de la técnica.

El célebre texto de Benjamin sucumbía al pavor que semejante ambivalencia no puede dejar de provocar. Con una intuición exquisita, Benjamin sospechaba cuánto a la vez de salvación y condena late en el hecho -que él veía ya entonces como irrevocable- de que lo técnico se constituya en destino. Que intentara pensar positivamente -y enfatizar el efecto revolucionario que la transformación técnica estaba por determinar- no logra encubrir un indudable terror, que puede reconocerse entre líneas. No ya la escalofriante alternativa -entre fascismo y propagandismo comunista- que sentenciaba, a su modo de ver, el necesario devenir político del arte. Sino la certidumbre de que su abandonar los repudiados terrenos de la religión -sólo se cumplirá para quedar en manos de la institución que a partir de entonces gestionaría su irrevocable forma contemporánea: la que habría de adoptar en el seno de una industria de la cultura.

En esto, Benjamin mentía menos que Heidegger. Heidegger lo pintaba como si el elegir entre técnica-como-explotar-provocante, y técnica-como-desocultar-poético -y por tanto el elegir entre un destino alienado o el de ocupar nuestro lugar en medio del ser- fuera cosa exclusivamente nuestra. Benjamin, en cambio, sabe perfectamente que lo que ha de decidir aquí -es la determinación que en la historia del hombre escribe la forma de su relación social. El capitalismo.

Que el capitalismo decide la forma de darse la técnica es algo tan obvio para Benjamin -como puede serlo entonces que ésta indudablemente tenderá siempre a darse como un explotar provocante. A salvo de la acción revolucionaria, desde luego, que lograra su inversión, su transformación al menos.

He aquí una reflexión que haría de la ecología algo más que un lacrimoso bienpensar burgués.

Pero Benjamin también se consiente, en esto, un pensamiento piadoso -aunque en realidad es menos un pensamiento suyo que un pensamiento adoptivo, de época. Ese iluso, el más iluso, confiar en que sus contradicciones internas -habrían de determinar su superación.

Hoy, que en cambio sabemos que de la profundidad y tensión de esas contradicciones es precisamente de lo que el capitalismo vive y se sobrevive, cómo podríamos todavía adoptar aquel programa -que sabe que el destino revolucionario de la técnica sólo puede obrarse allí donde se consiga revolverla contra el signo calculador del capitalismo.

¿Cómo -hoy? Es ésta la mejor de las preguntas, la más difícil de responder, la más necesaria de sopesar. Es necesario hacérsela -y sin la cobardía que tan a menudo hoy paraliza, intentar responderla.

En última instancia, la pregunta de la técnica sucumbe hoy a un inescapable "círculo de tiza caucasiano". La técnica misma es el instrumento de inscripción en el sistema de la realidad de los movimientos de la conciencia -pero estos movimientos, ¿acaso están determinados por algo otro que la misma presión "técnica" que organiza las mediaciones del espíritu objetivo -ese pavoroso descubrimiento que, en escalofriante oxímoron, hemos llamado "industria de la conciencia"?

Bien leído, el análisis de Benjamin sabe que tiene aquí su nudo gordiano. La presión técnica empuja al arte a un devenir secularizado, desauratizado, desplazado de su significación ritual -incluso es ella misma la que genera una forma más democratizada de distribución social. Pero es también esa misma presión la que sanciona su destino irrevocable en una forma industrializada -cuya calculabilidad viene en to do caso decidida por la misma naturaleza de la forma técnica de su distribución pública, de su "reproductibilidad".

Que a partir de ello al arte no le queda históricamente sino ser "industria de masas" -y no digo meramente arte de masas: sino "industria de masas" (es decir, literalmente, "fábrica de masas")-, parece algo tan terrorífico como irrevocable. Benjamin, a quien esto se le aparece meridianamente claro, no duda que, a partir de ese momento histórico, sólo queda, en relación al arte, la decisión de quién, o qué programa, le instrumenta. Fascismo o comunismo, plantea él. Sin cerrar tanto el abanico -a dos formas de "ingeniería social" igualmente periclitadas hoy- el problema subyace: ¿significa eso que del arte, ya, sólo puede esperarse que sirva a la "producción de masa", a la "organización de consenso" -y desde luego parece obvio que si tanto políticos como medios de masas coinciden en interesarse tanto en el arte es exclusivamente por esto?

Y si el arte aceptara que su destino histórico se resuelve en el seno de una "industria de la conciencia" -que determina su forma como una de "cultura de masas", gracias a la mediación técnica que posibilita su "distribución" expandida a grandes superficies del tejido social-, entonces qué poder le restaría para resistir, para ejercer la fuerza de aquella "acción revolucionaria" -que le permitiría trastornar el resolverse de lo técnico como explotación y calculabilidad (resolverse que es seguro en el seno de un orden del espíritu "industrializado").

Ninguno -ningún poder, ninguna fuerza.

O, dicho de otra manera: ¿qué distinguiría entonces al arte de cualquier "industria del entretenimiento", qué impediría que la lógica de su recepción social se sustrajera a la ley -por ejemplo a las leyes de modas y mercados- que decide su significación pública como "espectáculo"?

Nada. Absolutamente nada.

Así: que donde se supone reside la mayor fuerza revolucionaria de la técnica -en la extensión de la recepción pública de las obras de arte- es justamente donde se efectúa su más siniestro efecto alienador.

Como en tantas otras cosas, es preciso liberar al arte "tecnológicamente democratizado" de sus bienintencionados predicadores. Cualquier alabanza de la técnica en relación al arte -realizada desde el fervor de la ampliación del receptor que procura- es pura demagogia populista.

Y, sabido es: no hay fascismo -que no brote de un populismo.

Peor todavía: cuando les da por defender -a los bienintencionados, digo- que la fuerza revolucionaria de lo técnico en el arte reside "en la interactividad" de una obra que posibilita al receptor no ser puramente "pasivo". El argumento es tan simple, tan jesuítico, que no merece la pena ni esforzarse en refutarlo.

Probablemente, pocas obras ha habido tan idiotas -y aún idiotizantes- como esas que reclaman un espectador moviendo palancas o tocando botoncitos. Aún cuando sólo fuera porque, a reverso, pretende dejar negado que la lectura -y la contemplación- siempre ha sido un proceso activo, productivo, incluso alucinatorio, es preciso precaverse también contra esta forma de santurronería.

Como sugiriera Paul de Man -y tantas veces se ha repetido: "la dificultad de la lectura nunca debe ser menospreciada".

En tanto señorea el universo de las formaciones de la conciencia para articularlas conforme a los intereses de una industria de la cultura, la técnica sólo sirve al propósito alienador de una u otra ingeniería de masas -reduciendo en ellas el poder del arte al papel de actor secundario de las industrias del entretenimiento.

Sólo en tanto encuentre el modo de resistir a esa servidumbre liberará la técnica su energía emancipatoria.

Cuando, sin embargo, logra hacerlo, la energía que se libera en el hallazgo técnico es de una potencia tremenda, monstruosa, casi ilimitada. Es la potencia de lo que al advenir allí donde antes no estaba, obliga a cada partícula del universo entero a resituarse -una reacción aún más fuerte que toda la de fisión junta: un auténtico big bang del universo expandiéndose en efecto mariposa.

La potencia de su impacto en el sistema de los objetos es instantánea: como una oleada en todas direcciones -la técnica modifica y trastorna a cada instante el modo de darse el universo de los objetos, transfigurado en una sucesión infinita de fantasmagorías cuyo asentarse decide el status quo de cada tiempo, de cada época.

En los órdenes de la conciencia, sin embargo, el efecto parece más lento. Pero esa lentitud es sólo apariencia -es sólo la lentitud aparente que lo instantáneo tiene para percibirse a sí mismo. O, digamos, la lentitud de lo que inevitablemente ocurre -un instante más tarde, siempre en diferido.

En todo caso, hay una primera membrana porosa por la que el hallazgo técnico se hace determinación de los órdenes de la conciencia: en una era en que estos se hayan sometidos a la estructuración masiva de los medios de masas -hecha posible por su definición técnica, precisamente- el pulso de ésta se escribe como "contrafirma" del destinatario, del receptor. Toda formación discursiva o práctica significante lleva en su frente el marchamo de su transportista, de su distribuidor, de su "comunicador". Antes de decirnos "éste es mi mensaje", o acaso "éste es mi autor", nos avisa: "por éste canal vengo, a éste receptor busco, éste impacto genero..."

Los pocos rastros que en el mundo alcanzan los órdenes discursivos a dejar dependen, obviamente y en primera instancia, de la potencia del instrumento y la mediación técnica que a él les trae ...

Hasta aquí, en todo caso, la calculabilidad de su efecto sobre el mundo histórico -la del efecto de lo técnico sobre las formaciones discursivas- pertenece todavía al orden de una economía industrializada: esperar de ellos algún efecto emancipatorio resultaría por tanto ilusorio. Es sólo a dejar las cosas como están a lo que esa gestión mediática de los órdenes discursivos sirve. Pero, eso sí, con una lección que el universo técnico de las ingenierías sociales tiene ya bien aprendido: "es preciso que todo cambie, para que todo siga igual" -es su astuta divisa.

Y el periodismo cultural su indisputable -y mediocre- imperio.

Es por esto que el pretendido "pensar no técnicamente la técnica", el pensarla "en su esencia", es una pura ilusión. Pues el mayor efecto contemporáneo de la técnica no se produce sobre el sistema de los objetos -sino precisamente sobre el del pensamiento. No es la nuestra tanto época de altas tecnologías en el universo de los artefactos -cuanto en el de las industrias de la conciencia. La tecnología por excelencia de nuestro tiempo -es la del pensamiento, la del cálculo, la de la información. A su paso, el "pensar" mismo se ha convertido en tecnológico. A salvo de aquella retirada que Jünger denominaba "emboscadura", cómo podría hoy pensarse "no técnicamente". Esto es: fuera de un espacio de la expresión pública definido por la intervención de unos medios de comunicación de masas -ellos sí irrevocablemente constituidos en un orden "altamente tecnologizado".

Ocurre que, en todo caso, el espacio de lo técnico a que se refiere ese universo industrializado de la dimensión pública del pensamiento -es, precisamente, el de los objetos.

O dicho de otra manera: que el orden de cosas a que sirve la disposición pública del pensamiento regulada por la industria de la conciencia es, precisamente eso: un orden de cosas -el estado de cosas presentemente existente.

Es por esto que toda tecnologización del pensamiento es ideológica: no porque suponga servidumbre a una representación interesada de las ideas -sino porque supone servidumbre a una representación interesada del orden de las cosas -la de éstas, "tal y como son".

La ideología de un pensamiento tecnologizado no puede nunca ser otra que ésta: el realismo. A partir de hacerse evidente ello, importa poco ya decidir si la tecnologización de los universos de la conciencia permite representar el mundo tal y como es "en realidad", o, más bien, producirlo como realidad segunda, inducida, generada -ambas cosas son, en realidad, una y la misma.

Lo ideológico de un pensamiento habitante de su forma tecnológica -esto es, residente en el espacio dominado por una industria de la conciencia- es exactamente esto. No que ofrezca una visión deformada de lo real -sino que asume por entero el encargo de producir (o confundirnos respecto a) la única forma en que lo real puede a partir de entonces darse: la que hay.

Que el orden de las cosas repite el orden de las ideas es hipótesis que se verifica escalofriantemente cuando éste (el de las ideas) se cumple, precisamente, en un universo técnico. En la técnica, en efecto, el pensamiento se redondea como un inductor de realidad -pero el orden de las cosas a que esa inducción de realidad deja lugar es, exclusivamente, el de lo ya real y presentemente existente. Un pensamiento técnico es entonces, por necesidad, únicamente el afloramiento (en un orden de lenguaje) de un orden de cosas cumplido, cerrado.

En el pensamiento sometido a gestión técnica el mundo se dice entonces como lo que ya es, como presente-pasado, sin la mínima holgura cronológica que hubiera permitido abrir un juego de transformación, introducir la hipótesis de un juego de escritura de la voluntad del hombre en la historia.

Este es el carácter profundamente reaccionario con que lo técnico tiñe al pensamiento cuando lo somete al dominio de su forma orgánica pública, industrial: que a su paso éste se convierte en mero testigo, obligadamente cómplice, de lo que hay.

La técnica es, sí, esa lengua muda de los objetos. Cuando habla desde ella, también el pensamiento se anula a sí mismo en la pura expresión de su implacable ley -sometido él mismo a cálculo, a fondo explotable.

La técnica sentencia esta expropiación del tiempo heurístico del pensamiento (su capacidad de especular sobre un otrosí, sobre un alibi -pasado o anticipatorio). Es éste el dominio en que lo técnico se apropia, en "tiempo real", de lo imaginariamente real de la totalidad del tiempo como tiempo vacío de la historia, como ahora pautado por la energía técnica.

Sustraído, sin embargo, a la formalización técnica que sentencia su devenir en el seno de una industria de masas, el pensamiento que se aproxima a la tensión que en la forma inscribe la determinación técnica se convierte en fuerza subversiva -de hecho se constituye como lo subversivo mismo en su esencia.

No abandonándose a la sumisión que determina su forma tecnológica como forma depotenciada de expresión de un orden de cosas muerto -es decir: en el correr el riesgo del tensamiento técnico- el pensamiento se revela en su verdadera naturaleza alumbratoria, vidente. Se constituye en fuerza de tracción al mundo de auténtica novedad, narración inaugural, potencia de mito inagotada.

Cuando el pensamiento se relaciona con la técnica bajo este régimen de "insumisión", su resultado se llama: arte.

Es así que si el pensamiento toma por asalto a lo técnico y, confrontándolo, se impone resolver la tensión inédita -en la "forma"- que ello impone a la relación entre el orden de las cosas y el del discurso que lo regula, entonces el pensamiento alcanza la ocasión de expresarse con toda su fuerza, como potencia de apertura de mundos, como poética desocultación de aquello que vibra por advenir, como la capacidad de un atraer al mundo lo que aún no es, como expresión máxima entonces del dominio que la conciencia, ejercida como voluntad de poder, posee sobre el mundo, sobre el paisaje anonadado del ser.

Es por esto que un pensamiento que se inscribe en el espacio de lo inesperado técnico logrando ejercer el control de sí mismo -entregado sólo a su propio vértigo- corona un tremendo poder de subversión -es, de hecho, expresión de la esencia misma de lo subversivo.

La naturaleza ambigua de lo técnico -su ser constelación escalofriante de dos poderes de dirección contraria: lo máximamente alienador y lo máximamente emancipatorio- se proyecta dondequiera lo técnico tiene incidencia sobre los órdenes del pensamiento: sea al nivel de su producción, sea al de su distribución, sea al de su recepción.

Al de su recepción: promueve una secularización del ritual en que ésta se produce -pero contrariamente: un empobrecimiento y desintensificación de la experiencia.

Al de su distribución: determina una amplificación vertiginosa de las redes -pero contrariamente: descualifica los contenidos de la información, banaliza su contenido, rebaja los niveles de definición de los productos que acceden a circular en ellas.

Queda por pensar todavía -pues es nítida la intuición de lo catastrófico del efecto que a los niveles de su producción tiene lo técnico sobre la del pensamiento- dónde se sitúa lo positivo del impacto que sobre la producción del pensamiento posee todavía lo técnico. ¿Qué es lo que fuerza que éste haya de ser, a propósito de una reflexión sobre lo técnico, precisamente el último pensamiento?

Lo reaccionario del pensamiento se da allí donde un orden del discurso se aplica a estabilizar un orden de las cosas -allí donde asienta una jerarquización dada del espacio de la representación. Allí donde su forma de darse es ratificación y expresión pura de un orden establecido, tensión estática de una forma generalizada de organización despótica de los mundos de vida que asienta su imperialismo, merced a la mediación de las formaciones del espíritu objetivo, en todo orden humano.

El pensamiento que, tentado por el abismo de lo técnico, acierta a contener el vértigo, logra mirar de frente al lugar en que ese castillo de naipes asienta su piedra angular. Y si se abandona entonces a su extremo potencial, consigue lanzar su suave soplo precisamente allí sobre ese lugar donde el espejismo, como muro de Jericó, se derrumba al paso de su estremecedor canto triunfal.

Lo técnico le dice entonces al pensamiento: justo aquí -no llegabas. Y el pensamiento se lanza a su propio abismo, susurrándole al mundo: sígueme.

Sobre la forma que expresa una cierta organización del discurso -y ésta un asentamiento epocal de un orden de las cosas- la presión que lo técnico ejerce efectúa un efecto subversivo: él trastorna ese orden y le revela pura arbitrariedad contingente. Otro mundo posible reclama en esa tensión llegar -y toda la economía de la representación se revela en su inconsistencia, en su extrema inestabilidad.

El canto que entona el pensamiento atraído a ese su propio vértigo -en lo técnico- dice: nuevo relato, nuevo mito, potencia inaugural de otro absoluto orden del discurso, de otra radicalmente distinta posibilidad de darse el mundo, de otro completo orden de civilidad, de otra economía del ser, ...

Extremo -aunque apenas instantáneo, del orden de la fulminación- poder simbólico del pensamiento liberado a la fuerza de su potencial puro -allí donde se resiste a la sumisión del orden presentemente existente. Allí donde se entrega al cumplimiento de su más alto y terrible destino -el nuestro.